Un espía se presenta ante el rey y le dice:
— ¡Larga vida al rey! Nada hemos podido entender de los armenios. Se comunican entre ellos sin necesidad de hablar.
— ¿Qué tonterías dices? —responde el rey.
— Dios es testigo, digo la verdad. Cuando hablan en voz alta, apenas comprendemos algo. Pero lo asombroso es que pueden transmitirse secretos sin pronunciar una sola palabra. Es allí cuando uno se vuelve loco. Además, ¿quién entiende algo cuando hablan en voz alta? Hablan, hablan, y de repente intercambian una mirada, y todo lo que creíamos haber comprendido se vuelve nada.
— ¡Bah! Seguramente has encontrado a uno o dos en todo un pueblo y ahora vienes a molestarme.
— No, majestad, es todo el pueblo. Los armenios pueden comunicarse sin emitir sonido alguno.
— Muy bien —dice el rey—. Pondremos a prueba lo que cuentas. Tráeme a dos armenios de distintos oficios, digamos un barbero y un carnicero.
El espía va en busca del barbero Iso y le anuncia:
— El rey quiere verte.
Iso piensa: «¿Qué puede querer un rey con un barbero tan sencillo como yo?» Y lo acompaña al palacio. El rey lo observa con atención, de pies a cabeza.
— ¿Y ahora… habla? —pregunta sorprendido al espía.
Pero Iso permanece en absoluto silencio. El rey espera hasta que llegue el carnicero. Al cabo de un rato, el espía regresa con Boghos, el carnicero, igualmente desconcertado: «¿Por qué me querrá ver el rey a mí, un simple carnicero?»
Cuando Boghos entra al palacio y ve al barbero Iso, reconoce de inmediato que es armenio. Al acercarse al rey cruza una rápida mirada con él, e Iso le responde con otra.
El rey ordena:
— Bien, ordeno que estos armenios hablen entre sí, aquí mismo, en presencia de todos… pero en completo silencio.
— Majestad, ya lo han hecho —dice el espía.
— ¿Cómo? ¿Y qué se han dicho?
— Es difícil comprenderlos del todo, pero alcancé a ver lo que pasó. El carnicero preguntó: «Paisano, ¿qué quieren estos tontos de nosotros?» Y el barbero contestó: «No lo sé, paisano, pero estos burros creen que podrán arrancarnos una palabra…».